domingo, 24 de marzo de 2013

Guías traidores, trampas, salteadores y otras desgracias


En este día del Domingo de Ramos, no se hace difícil reflexionar acerca de la volubilidad de las personas y lo poquito de fiar que somos en el fondo: hoy aclamamos (metámonos todos y salga quien pueda) y mañana crucificamos. Y no nos tiembla ni una pestaña, nos quedamos tan anchos (o tan “joscos”, como decía mi abuelo). Sólo en Dios ha de reposar nuestra confianza, Él nunca falla.

Para ilustrar los peligros que el camino cristiano presenta de los que voy a hablar hoy, echo mano a la última carta que Santiago R. envió a su prometida Eulalia Z. (1)



 
Querida Eulalia:

Como sabes, emprendí este arriesgado viaje con el fin de proveer a nuestra comarca de algún medio de subsistencia. Era necesario comprobar si de veras existía aún ese filón de oro en una antigua mina abandonada entre las cumbres. No se me escapaba lo arriesgado de la empresa y las eventualidades que podrían surgir. Sin embargo nunca pensé que fueran tantos, tan sorprendentes y tan graves.

Tras asesorarme bien, me abastecí de provisiones y agua suficientes ya que en las zonas de los montes estos no se pueden obtener. También contraté a unos guías expertos y unos porteadores que me ayudaran en la expedición. Me habían aconsejado ir solo bajo ningún concepto, pues ello era empresa suicida.

¡Cuál no sería mi sorpresa cuando a las pocas jornadas de camino, cuando habíamos abandonado parajes conocidos, los porteadores desaparecieron robándonoslo todo!

Decidimos seguir, ya que el regreso hubiera entrañado los mismos peligros. Algunos guías se adelantaron. ¿Sabes para qué? Para cambiar las señales del camino y hacer que nos extraviáramos. Tomamos, pues rutas equivocadas, con la aprobación vehemente de los guías que quedaban. Estos no hicieron sino llevarme por las zonas del sendero en que estaban escondidas trampas asesinas de antiguas civilizaciones. Caí en una de ellas y fue terrible. Miles de puntas se clavaron en mis pies, atravesando en algunas ocasiones hasta la pierna e hiriéndome de muerte. Todos se dieron a la fuga. Quedé malherido en el camino. Pasaron un par de personas como por milagro ¡Qué alegría la mía, al verme en compañía, al menos para no morir sólo! No obstante, pasaron de largo tras burlarse de mí y darme un par de patadas.

Estaba casi desesperado y muy a punto estuve de cometer el desatino de arrojarme por un precipicio que tenía a mi alcance. Pero, justo en el peor momento, pasó un lugareño pobre y sin aspecto atractivo. Ni me molesté en pedirle socorro. Sin embargo él me cargó a peso y luego no recuerdo más que me desmayé. Me desperté en un refugio en la cumbre de uno de los montes más altos. Me habían intervenido en un hospital y estaba convaleciente. Mi vida, al parecer, no corría peligro. Todos los alojados allí estaban en condiciones igualmente lastimosas, víctimas quizá de los mismos malhechores u otros similares. A lo lejos, en el valle se oían risas, música y caballerías a lo largo de un camino muy transitado. Por los contornos de nuestro hospedaje no pasaba apenas nadie. Sólo teníamos la esperanza de la promesa de regresar de nuestro caritativo amigo que, de vez en cuando, pasaba a vernos, a pagar nuestros gastos y darnos un poco de afecto. Esa esperanza se desvanecía en muchas ocasiones y sólo la manteníamos que el hacerlo era más llevadero que abandonarla.

No sé si nos volveremos a ver, pero quiero que recuerdes sólo a nuestro amigo fiel, que nunca nos abandonó. Se llama Jesús.

Te quiere entrañablemente y bendice,

Santiago
 
Sí, amigos, en el camino  cristiano nos encontramos guías traidores que nos desvían del verdadero camino, saqueadores, muchos bandoleros. A veces nos libramos de que sus ataques sean graves. Otras caemos con herida mortal. Nos abandonarán muchos, entonces. Jesús nunca. Y, si Él tiene a bien enviar a alguno de nuestros hermanos de Su parte, ése tampoco.

Feliz y Santa Semana de Pasión.

(1) La carta es una ficción. No cuesta ver que, con ella, he querido hacer una alegoría de la vida cristiana, utilizando el argumento de la Parábola del Buen Samaritano (Lc 10:25-28 – Mt 22:34-40; Mr 12:28-31)
 

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