martes, 5 de marzo de 2013

Por mucho que maquines...



Cuando yo era pequeña, veíamos muy poca televisión y es que, además, había muy poca programación. Recuerdo que una de las series que a veces vimos, mi hermano y yo, son los dibujos animados del “Correcaminos”. Eran episodios muy cortos, sin diálogos, y su argumento era siempre el mismo. Consistía en que un animalito, que parecía ser alguna especie de ave zancuda o avestruz,  corría a velocidades tan grandes que nadie era capaz de alcanzarlo. Un coyote estaba empeñado en darle caza y, al no poder ser tan rápido como él, le preparaba un sinfín de trampas ingeniosas (todas a base de materiales de la marca “ACME”) de las que él mismo acababa siendo la víctima. El correcaminos, en cambio  acababa librándose de todas ellas.

Eso me ha hecho reflexionar que, si bien los peligros del camino del correcaminos hubieran sido las argucias que, contra él, iba tramando el coyote, la cosa no acababa así. Paradójicamente, los peligros eran para el coyote, que acababa cayendo siempre en sus propias trampas.

Ya lo dice el Proverbio:

Proverbio 29, 6-8 :

El malvado cae en su propia trampa;
pero el que es bueno
vive con gran alegría.
La gente buena se preocupa
por defender al indefenso;
pero a los malvados
eso ni les preocupa.
Los que aman la intriga
enredan a todos en pleitos,
pero los sabios siembran la paz.







Así ocurre también en la vida real. En ocasiones se llega a  conocer externamente.  Aquello mismo que alguien tramó para perjudicar a otro se le acaba volviendo en contra, y la víctima contra quien había urdido el plan, ni se entera. La mayoría de las veces no es visible y, en apariencia, recibe males el inocente y el culpable, quien los genera, muchos menos o ninguno. Pero en lo que importa, en el alma, cada maldad a la que damos cobijo, nos va destruyendo. La envidia, la murmuración, la falta de Caridad, la amargura… que cultivamos, nos van perjudicando, principalmente, a nosotros mismos.  Sin embargo todo redunda en bien de los que aman al Señor.

A menudo decimos que es que Dios nos da muchas y muy pesadas cruces. No nos damos cuenta de que esas cruces no son de Dios, sino de nuestra concupiscencia. Las origina la rebeldía contra su Voluntad, la falta de amor. Son peligros en el camino porque alejan de Dios. Sin embargo, la auténtica Cruz, la de Cristo, siempre la lleva Él  y va acompañada de paz, aun en las luchas;  de alegría, aun en el dolor. La Cruz, la verdadera, no es un peligro en el camino porque ES EL CAMINO.

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