Mañana de romería: mi madre y yo fuimos a visitar la Capilla
de la Virgen de Lourdes de Can Cerdà, en la sierra de Collserola (Barcelona).
Solíamos hacerlo de vez en cuando por aquel entonces. Aparcamos el coche y
caminamos un poquito sendero, abajo hacia una hondonada del bosque donde se
ubicaba una fuentecilla. Allí nos dirigíamos, a recoger un poco de agua cuando,
al iniciar el tramo final del estrecho caminillo, vimos una gran perra parada
justo al final del mismo. Ya no era momento de retroceder, eso hubiera sido aún
más peligroso. La perra estaba en época de cría, lo cual la hacía más celosa de
su territorio. Nos miró y, haciendo de
tripas corazón, avanzamos con decisión, erguidas y sin mirarla apenas. Ella
captó el mensaje y se fue, pasando respetuosamente a nuestro lado.
Respiramos
aliviadas y, al llegar adonde había estado ella, vimos el motivo de su atención.
Más bien lo oímos: encaramada a un árbol, una gatita joven comenzó a maullarnos
lastimeramente porque no podía bajar de allí. En un instante lo comprendimos todo. La pobre, asustada por la perra, había
debido trepar, muerta de miedo, a lo más alto que pudo. Luego, como les suele
pasar a los gatos a causa de la singular disposición de sus uñas, no pudo bajar
por donde, en cambio, había podido subir. El lugar era de difícil acceso porque
el árbol estaba inclinado sobre un fuerte desnivel del terreno. Intentamos de
todo. Curiosamente, mientras estábamos edificando algún nuevo invento con
troncos, las propias chaquetas o alguna otra cosa, el animalillo se asomaba con
ademán ilusionado de bajar y mucha calma.
Si nos alejábamos a buscar material comenzaba a maullar de nuevo
lastimeramente. No lográbamos acceder a ella y ya llevábamos un buen rato allí.
Estábamos muy cansadas y sin más recursos, pero la confianza ilimitada de
Luorditas (así la llamamos) en nosotras, nos daba fuerza. Se nos quedaba
mirando, confiando en que, de algún modo, la ayudaríamos. No fuimos capaces de marcharnos sin hacerlo.
Después de mucho intentarlo, logramos un medio eficaz con una combinación de
dos tronquitos. La gatita, que antes había intentado en vano descender por
todos nuestros artilugios, esta vez comenzó a bajar. A medio camino, desde el
borde del desnivel, la cogí y la dejé en el suelo. Me llamó poderosamente la
atención lo confiado que estaba el animalito. Al verse a salvo, empezó a dar
brincos y a rozarse agradecida en nuestras piernas y luego se marchó, supongo que
a su casa. He visto muchísimos gatos en mi vida, pero eso era insólito para mí.
A los gatos, la huida despavorida les suele poner, a menudo en esas situaciones.
No pueden bajar de donde suben. El miedo, el pánico, es necesario para
salvaguardar nuestra integridad, pero puede ponernos en aprietos. Siempre, a lo
largo del camino, tendremos que arriesgarnos a confiar en la ayuda de los
demás, en la ayuda de Dios. Nadie es autosuficiente. El miedo puede ser un gran
aliado pero, en exceso, es un gran peligro en el camino. Especialmente i se
trata de temores subjetivos, imaginarios. En algún momento hay que vencerlo y,
para ello, siempre vamos a necesitar ayuda. Será indispensable tener el valor
de sentirnos y sabernos necesitados y confiar en otro.
Es un sentimiento, a veces incontrolado, pero muy necesario porque muchas veces es el detonante que enciende nuestro corazón y nos acerca al Padre Dios Bueno.
ResponderEliminarUn abrazo.